Veinte
empleados del servicio postal de un aeropuerto se dedicaban a una
actividad lucrativa. Sustraían, de los bultos de correspondencia
que llegaban en los aviones, dinero en efectivo y objetos de valor.
Creyendo
haber hallado un tesoro inagotable, siguieron esa práctica, sin ser
detectados, durante mucho tiempo. Se sabía que había cosas que se
estaban perdiendo, pero no se sabía de qué manera.
¿Cómo descubrir a los ladrones? Alguien tuvo una idea. Regar sobre algunos sobres y paquetes nitrato de plata, ponerlos en los bultos de correspondencia y enviar esa correspondencia al aeropuerto donde se efectuaban los robos. El nitrato de plata, sustancia química, mancha los dedos. Y así se hizo. Los veinte hombres, como si nada, continuaron con su actividad ilícita. De pronto, notaron las manchas en los dedos. Manchas marrones, intensas, que no salían ni con agua ni jabón, ni con ninguna otra cosa.
Esa
era la prueba que los inspectores esperaban. Las manchas descubrieron a todos y cada uno de los delincuentes. El delito mismo
que cometían había dejado, en sus dedos, las manchas delatoras. No
había forma de que pudieran negar su fechoría, y todos fueron
procesados.
Hay una ley indefectible que nadie puede burlar. Es la ley que declara que el hacer el mal siempre deja sus manchas. No siempre serán manchas de nitrato de plata, o de polvo de carbón, o de tinta indeleble; pero el mal va manchando el carácter, la conciencia, el corazón, y así como lo hace el nitrato de plata, deja también su mancha delatora en la vida de todo el que infringe las leyes morales.
La
persona que vive en la maldad y que practica el mal, podrá mostrar
durante un tiempo una piel limpia y perfumada, unos ojos brillantes
y alegres y una sonrisa feliz y atractiva; pero en lo más profundo
de su ser, comienza a formarse una mancha. Y un día esa mancha se
notará en el rostro, en la conversación, en la mirada, en el tono
de la voz y en las actitudes extrañas y desacertadas.
Esa es la obra del pecado. El pecado va formando, en el fondo del alma,
un légamo maloliente, como el que se forma en el fondo de las
lagunas por la descomposición de las materias orgánicas. Un día
cualquiera se revuelve el agua de la laguna, y todo ese légamo
aflora a la superficie.
Sólo Jesucristo puede limpiar por completo nuestro ser, dejándolo limpio, puro y perfecto. Él limpia el alma, y cuando somos limpios por dentro, lo somos por fuera. Sometamos nuestra vida al señorío de Cristo para que limpie todas nuestras manchas.

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