Había
una vez un pincel que era la admiración de todos los demás lápices,
pinceles y crayones, puesto que con él habían sido pintados los
cuadros más hermosos que habían salido de ese taller.
Cuando
el pintor tenía que realizar una obra de calidad o un trabajo muy
importante, siempre acudía a él, debido a que sus suaves cerdas
eran las que más finos y delicados trazos imprimían sobre el
lienzo, y le daban un toque especial a cada detalle de la obra.
Esto
llenaba de orgullo al pincelito, que solía pasearse orondo por el
taller, mirando por encima del hombro a las demás herramientas de
dibujo, puesto que sabía que él era el mejor. Todas las fibras y
acuarelas del taller suspiraban por el galán.
Cierto
día, un viejo plumín de tinta china, envidioso porque el pincelito
era el centro de la atención femenina del taller, sembró en él una
inquietante duda. Le dijo: “¿Tú te crees muy bueno? Pues lamento
informarte que tú solo no vales nada. Tu jamás decides qué es lo
que pintarás, o qué colores utilizarás, sino que eres un miserable
esclavo del pintor que es quien te usa como a él le parece mejor”.
Esto
inquietó al pincelito. ¿Sería verdad lo que el plumín había
dicho? ¡No! El pintor era bueno… Pero… si era así, ¿qué
derecho tenía el pintor de hacer con él lo que quisiera? ¡El
pincelito era el que se ensuciaba y el que se desgastaba al raspar
contra el lienzo. ¿Por qué el pintor había de llevarse todo el
mérito?
La
sombra de esta incomodidad quedó flotando en el ánimo del
pincelito. Al día siguiente, cuando el pintor lo tomó en sus manos,
decidió que sería él quien dictaría los trazos. Así, cuando el
pintor quería realizar una línea, el pincelito hacía fuerza para
pintarla en otra dirección. Cuando el pintor quería sopar el pincel
en un color, él apuntaba hacia otro tarrito de pintura. El pintor no
entendía qué estaba sucediendo, puesto que en el lienzo tan sólo
aparecieron manchones deformes y desprolijos. Luego de varios
intentos fallidos, simplemente dejó al pincelito de lado y tomó
otro para recomenzar su obra.
Esto
puso aún más furioso al pincelito. ¿Quién se creía ese pintor
que era para cambiarlo a él, al mejor, por un pincel cualquiera?
¡Ahora mismo se pondría él solo a pintar sin necesidad de que ese
tonto pintor lo manosease con sus manos sucias de pintura!
Y
así lo hizo. Se ubicó frente a un lienzo y con varios tarros de
pintura junto a él y comenzó a pintar. Todos observaban absortos al
pincelito, incluso el pintor, que había dejado su trabajo, y el
pincelito, al ver la satisfacción del plumín, comenzó a sospechar
qué estaba ocurriendo. De más está decir, que tan sólo una masa
deforme de colores superpuestos apareció sobre el lienzo. Y todos se
rieron de él.
El
pequeño pincel, avergonzado, deprimido y frustrado se retiró
a llorar en su vaso. Había hecho el ridículo. Todos se habían
reído de él… Todos menos el pintor, que lo tomó dulcemente en
sus manos y le dijo: “Querido amiguito, yo sé que tú eres el
mejor, pero eres el mejor en mis manos. No eres mi esclavo, sino que
juntos, los dos, pintamos. Sólo dejándote conducir por mis
manos podemos crear juntos la belleza. El que sea yo quien dirige tus
movimientos no te quita mérito, sino que por el contrario te
enaltece, porque yo te elijo a ti entre todos los otros pinceles.
¿Nunca lo habías pensado así? Yo te amo, y te elijo a ti, entre
muchos otros, cada vez que te utilizo. Y ahora sécate esas lágrimas,
y vamos a seguir pintando”.
Y
el pincelito comprendió que en su naturaleza de pincel estaba el
dejarse conducir por las manos del pintor, que sólo así podía ser
lo que él era: un pincel.
Así
como el pincelito de la historia, muchas veces nosotros creemos que
el mérito por lo que hacemos es nuestro y nos olvidamos que sólo en
las manos del maestro podemos realizar las obras de arte más
grandes.
“¿No
podré yo hacer de vosotros como este alfarero, oh casa de
Israel? dice Jehová. He aquí que como el barro en la mano
del alfarero, así sois vosotros en mi mano, oh casa de Israel”.
Jeremías 18:6
No
cometamos el error de creer que nosotros somos los artistas cuando en
realidad somos los instrumentos que sólo en manos de un gran pintor
podremos alcanzar el propósito para el cual fuimos creados, sin Él
no podemos hacer nada.
“Ciertamente,
yo soy la vid; ustedes son las ramas. Los que permanecen en mí y yo
en ellos producirán mucho fruto porque, separados de mí, no pueden
hacer nada.” Juan 15:5
Por
eso, pon tu vida en Sus manos y deja que Él pinte los cuadros más
hermosos, las obras de arte que tal vez nunca imaginaste.
Ana
María Frege Issa
CVCLAVOZ