“VIERON
AL NIÑO Y POSTRÁNDOSE LO ADORARON” Mateo 2:11
Nació
en el lugar más humilde, pero los cielos resonaron con los cánticos
de los ángeles.
Nació
en un establo, sin embargo una estrella trajo a ricos y nobles desde
miles de kilómetros de distancia
para adorarlo.
Su
nacimiento fue en contra de las leyes de la vida y su muerte
contraria a las leyes de la muerte; sin embargo no existen milagros
más grandes que su nacimiento, su vida, su resurrección
y sus enseñanzas.
No
era dueño de campos de trigo, ni de pescaderías, pero a pesar de
ello alimentó a cinco mil personas y aún
sobraron panes y peces.
Nunca
sus pies pisaron lujosas moquetas, pero caminó por las aguas y éstas
lo sostuvieron.
Su
crucifixión fue el crimen de los crímenes, y sin embargo a los ojos
de Dios, ése era el único precio suficiente para hacer posible
nuestra
redención.
Cuando
murió, pocos lo lloraron, pero Dios puso un velo negro delante del
sol para oscurecerlo.
Los
que lo crucificaron no temblaron ante lo que estaban haciendo, pero
la tierra se estremeció
bajo sus pies.
El
pecado no pudo tocarlo. La corrupción no pudo deshacer su cadáver.
La
tierra enrojecida por su sangre no pudo atrapar el polvo de su
cuerpo.
Predicó
el evangelio durante tres años. No escribió ningún libro, no creó
ninguna organización ni tuvo sede social. A pesar de todo, dos mil
años más tarde, Él sigue siendo la figura central de la historia
humana, el tema constante de toda predicación, el eje sobre el cual
giran las edades y el único Redentor de la raza humana.
En
estos días de celebraciones y de regalos, unámonos a los sabios
reyes del oriente, quienes “vieron
al niño” y postrándose lo adoraron” (Mateo 2:11).
¡No olvidemos nunca que la Navidad sólo tiene que ver con Jesús!

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