EL
DIOS DE TODA CONSOLACIÓN, por Faustino de Jesús Zamora
Vargas
Los
que hemos experimentado la bondad de Dios, de seguro tendremos
pruebas suficientes de su misericordia infinita. ¿Quién no ha
tenido pruebas que lo han derribado temporalmente acompañadas de una
avalancha de dolor y de tragedias que desgarran el alma hasta
desfallecer? ¿Acaso estamos los cristianos exentos de pasar por
tribulaciones y tiempos de angustia? Nos engañamos si decimos que
no. Vivir una vida victoriosa en Cristo no nos libra en ocasiones de
los ataques despiadados del príncipe de las tinieblas. Pero…bueno
es saber que tenemos un Padre de misericordias que nos consuela.
La
Biblia nos habla de un Dios que no escatimó nunca el estar al lado
de los quebrantados de corazón, de los que sufren, de los que
padecen transitando por un desierto aparentemente sin oasis a la
redonda, de los que lloran sin consuelo sumergidos en los
padecimientos de la carne. La gracia sobrenatural de Dios en estos
casos, no solamente se manifiesta para curar las heridas de las
batallas de la vida, sino para traer también el consuelo que
restaura la esperanza para seguir andando por su misericordia. ¡Sólo
tenemos que llamarlo y esperar pacientemente!
Uno
de las más piadosas, pero también más difíciles tareas del cuerpo
de Cristo es ministrar consolación a los hermanos que padecen
temporalmente de una pena grave, que puede ir desde la pérdida de un
empleo hasta la de un ser querido, pero sucede que si el que consuela
no ha transitado por el mismo dolor del que sufre la pena, ninguna
palabra rebuscada para consolar, ni versículo bíblico para la
ocasión, ni abrazos sentidos, ni ojos humedecidos por la
solidaridad, bastan (a veces) para menguar el padecimiento; ese
horrible tormento que te desarraiga de la vida y te convierte sin
quererlo en un perfecto miserable. Pero Él, sí es un Padre de
misericordias y un Dios de consolación.
A
Él debes acudir. Su sanidad sobrenatural, su gracia desbordada como
ungüento de la mejor elaboración, en nada se compara con lo que
nosotros, con la mejor intención cristiana, podríamos hacer. El
consuelo que emerge de la acción sobrenatural de Dios es el que cura
verdaderamente. Cuando uno se sabe consolado por el mismo Dios y
llega a experimentar el consuelo sanador, comienza a estar apto para
consolar a otros. Pablo lo dice con acierto: “(Dios)… quien nos
consuela en todas nuestras tribulaciones para que con el mismo
consuelo que de Dios hemos recibido, también nosotros podamos
consolar a todos los que sufren”. (2 Corintios 1:4)
Quienes
hemos sentido esa sanidad divina reparadora de un alma partida en dos
por el dolor, (yo el primero de todos) se sabe haber sido depósito e
instrumento de un grande milagro de Dios. Cuando todo parecía
desmoronarse a nuestro alrededor, un clamor desesperado obró la
presencia del Consolador en Espíritu y devoró suavemente las
amarguras que nos mataban poniendo paz sobreabundante y sanidad del
corazón. Damos gracias a Dios por los muchos hermanos a los que Dios
ha dado el don de la ministración para los tiempos de quebrantos. Yo
mismo he sentido ese amor solidario de los que se deshacen en amor
para aliviarnos. Estoy seguro que la mayoría de ellos también un
día presentaron a Dios sus llagas producidas por el dolor. Aun
teniéndoles cerca, sabiendo que están ahí, dispuestos a servirnos
por amor, es nuestra búsqueda de la divina providencia, del poder de
la gracia incomparable de nuestro Señor, las que nos dan la mejor
medicina y la más preciosa consolación.
¡Dios
te bendiga!
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