EL
DIOS QUE NOS JUSTIFICA, Por Dr. Roberto Miranda.
La
santificación no es para cobardes. Es agónica, y es el esfuerzo de
toda una vida. No se trata de un asunto blanco y negro, todo o nada.
Al recordar los accidentes y peripecias de nuestra propia jornada de
crecimiento, podemos identificarnos con los que luchan con
adicciones, deformaciones emocionales y ataduras de diversos tipos.
Cuando reconocemos lo complejo, arduo y sutil que es el proceso de la
santificación del creyente, esto nos permite ser más entendidos y
pacientes con aquellos que experimentan caídas y fallas en su propio
peregrinaje espiritual.
La
contradicción y la inconsistencia son parte inevitable de la
experiencia cristiana. La formación de un hijo o hija de Dios
inevitablemente involucrará caídas penosas e inconsistencias que
han de contradecir las aspiraciones más nobles del alma. Esto no es
necesariamente indicio de una perversidad personal, sino producto de
nuestra condición genética de seres caídos e imperfectos. No cabe
la menor duda de que personajes bíblicos como Josafat, Abraham,
David y Pedro, amaban apasionadamente a Dios. A través de toda su
vida, dieron muestras de que estaban dispuestos a tomar grandes
riesgos y confrontar grandes peligros para defender los intereses del
Reino de Dios. Sin embargo, su condición de hombres caídos,
propensos al pecado y a la desobediencia a pesar de sus mejores
intenciones, los llevaron a pecar y errar en más de una ocasión.
Al
detenerse a enfocar los momentos bajos de la biografía de estos
personajes, la Palabra los humaniza. Los saca de la estratósfera
espiritual y los hace descender a nuestro nivel. Les permite
trascender su época, alcanzar a través de los siglos y hablarle a
nuestra propia experiencia moderna. Nos provee la oportunidad de ver
cómo gente que amaba tan profundamente a Dios podía también fallar
en maneras tan dramáticas. Al analizar el alma tan compleja y
matizada de estos hombres y mujeres de Dios, podemos entender mejor
los resortes que mueven nuestra propia experiencia, y tener una
comprensión más cabal de los principios que rigen el proceso de la
santificación del creyente.
El
salmista declara en el Salmo 103:13 y 14:
13
Como el padre se compadece de los hijos, Se compadece Jehová de los
que le temen.
14 Porque él conoce nuestra condición; Se acuerda de que somos polvo.
14 Porque él conoce nuestra condición; Se acuerda de que somos polvo.
Dios
se compadece y es paciente con nosotros precisamente porque El sabe
que nuestra naturaleza misma nos conduce inexorablemente al pecado.
Por más que queramos, habrá momentos en que nuestra condición
biológica misma nos hará tropezar y pecar contra el Dios que tanto
amamos y queremos agradar. Por eso también el escritor de
Eclesiastés declara: “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra
que haga el bien y nunca peque” (Eclesiastés 7:20).
Ese
entendimiento sobrio y complejo de la condición de todo ser humano
nos debe llevar, entonces, a una actitud de profunda misericordia y
paciencia para con los demás. A la misma vez que nos alentamos
entusiastamente hacia la santidad y la perfección a la cual nos
llama la Palabra, debemos hacer provisión para los momentos de
inconsistencia que inevitablemente vendrán.
Esa
actitud tolerante no sólo nos permitirá perdonar a otros cuando nos
fallen, sino que también nos permitirá perdonarnos a nosotros
mismos cuando le fallemos a Dios. Paradójicamente, cuando asumimos
esa postura iluminada, quedamos libres para agradar a Dios y hacer su
voluntad. Al rehusarnos a condenarnos a nosotros mismos o a los
demás, liberamos energías que podemos entonces canalizar hacia la
verdadera batalla de sujetar nuestra carne a los principios de la
Palabra de Dios.
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